Época: Edad de Hierro
Inicio: Año 700 A. C.
Fin: Año 500 D.C.

Siguientes:
La introducción del metal de una nueva era
Hallstatt: lugar de una época
El arte de los Celtas

(C) Emma Sanchez Montañés



Comentario

Para aquel que conozca el proceso metalográfico que exige la fabricación de objetos de hierro no ha de producirle sino sorpresa el que éstos reemplazaran a los de bronce a fines de la Prehistoria europea. Cuando al término del II milenio, y en los primeros decenios del primero a. C. se hubo alcanzado un gran dominio en la fundición (a molde y a la cera perdida) y aleación del cobre y del estaño, se inaugura, oficialmente, una era presidida por una tecnología metalúrgica sumamente compleja, y de resultados, inicialmente, más deficientes que los conseguidos en la metalurgia del bronce.
El hierro se encuentra en yacimientos de hematita y magnetita, muy abundantes en la superficie de la tierra. También lo hace en forma de meteoro. Entra en lo posible que el hombre antiguo conociera este metal mucho antes de la edad en la que se le atribuye su uso, y le otorgase cualidades mágicas. Existen objetos, si bien pocos, de hierro meteórico datables en el V y IV milenio a. C. Pero estos ejemplos son del todo marginales a los de hierro auténtico como metal industrial.

Para comprender la magnitud del problema planteado, y no satisfactoriamente resuelto en los estudios dedicados a esta crucial etapa de la historia del Viejo Continente, nos excusarán aquellos lectores familiarizados con la tecnología del metal que recordemos aquí los principios básicos exigidos para la producción de hierro.

Sólo a temperaturas que sobrepasen los 1.537 grados, el hierro se funde. Los primeros herreros, pues, necesitaron aumentar considerablemente el grado de combustión de los broncistas, quienes, a lo sumo, elevaron el horno a 1.200 grados. El metal ferruginoso salido de esta combustión es una masa esponjosa mezclada con un considerable componente de escoria que permanece viscosa por debajo de los 1.177 grados. El artesano del hierro ha de volver a calentar el metal, y extraer la escoria mediante martillado. El hierro que emerge entonces no es del todo puro, por lo que, de nuevo, ha de ser calentado y martillado hasta eliminar la escoria por completo. Aun así, este material de hierro es mucho más frágil y blando que el bronce. Difícilmente, pues, pudieron considerarse prácticos los utensilios de construcción o los agrícolas (picos, hachas, azadas y hoces) hechos con semejante metal.

Esta clase de hierro es incompatible con la fundición de objetos con moldes de arcilla, de piedra o de cera, puesto que no se derrite por debajo de la ya mencionada temperatura de 1.537 grados. En consecuencia, a pesar del esfuerzo realizado en la extracción del hierro, su fundidor no pudo aspirar a nada parecido a una obra de arte, sacada con los ya rutinarios métodos del broncista. Sólo el accidental conocimiento de una aleación, el hierro carbonizado, pudo salvar a este metal de tan desfavorable posición con respecto al bronce. Al recalentar la materia prima del hierro en un fuego mantenido a base de carbón, aquélla terminó afectada tanto por el carbón orgánico como por el monóxido de carbono que produce la combustión, con el resultado de transformarse en un hierro carbonizado. El nuevo hierro es, pues, acero, y mucho más resistente y duro que el bronce.

No todos los inconvenientes del hierro están resueltos al alcanzar el proceso de su manufactura esta fase. El hierro carbonizado, a la salida de la forja, es quebradizo. Es necesario enfriarlo por el medio más rápido posible: sumergiéndolo en agua. Este invento era conocido en Grecia en tiempos de Homero. En el libro IX de "La Odisea" se menciona como algo realmente extraordinario este procedimiento de forma casi literal. Odiseo y sus hombres han quedado atrapados en la cueva del gigante Polifemo, y tratan de emborracharle. Deciden entonces cegarle con un tronco de olivo candente, y el texto de la aventura viene a decir así: "Como cuando un hombre que trabaja en una fragua sumerge en agua fría un hacha grande o una azada y se produce un silbido fulminante, que es la manera de endurecer al hierro, así chisporroteaba el ojo del Cíclope al tropezar con el tronco de olivo".

Por extraño que parezca, el hierro, efectivamente, se endurece al contacto con el agua, cuando la experiencia común haría creer lo contrario. Todavía en este punto el hierro no está libre de problemas. Al apagarlo con aquel procedimiento brusco, el acero tiende a resquebrajarse, con lo cual ha de templarse a continuación, a una temperatura y durante un tiempo muy medido. No es de esperar que el metalúrgico de la Antigüedad adquiriera y utilizara, conscientemente, este último perfeccionamiento de la elaboración del hierro.

Hay constancia, no obstante, de que en el Próximo Oriente, hacia el siglo IV a. C., se había llegado a alcanzar una manera rústica de atemperar el hierro, recubriendo el objeto manufacturado con arcilla, calentándolo y sumergiéndolo en agua sucesivamente. Pero el invento, y de forma limitada, llegó tarde y desde muy lejos a Europa. Un largo camino de experiencia tecnológica se recorrió desde que hicieran su aparición, allí por el 1200 a. C., en los confines del Próximo Oriente (Fenicia, Chipre, y ciertos puntos de Grecia) los primeros objetos de hierro carbonizado.